Solemnidad de San Pedro y San Pablo

Solemnidad de San Pedro y San Pablo

1. Pedro y Pablo: dos caminos y un mismo destino

Una antigua y muy respetable tradición asocia a Pedro y Pablo.

Partiendo de Jerusalén, cada uno de ellos llegó por sus propios medios a la capital del Imperio Romano -en ese momento “centro del mundo”- para animar las comunidades daban testimonio de Cristo en este lugar clave.

Allí evangelizaron hasta que sellaron su ministerio apostólico en el martirio, hasta que firmaron su testimonio de Jesús predicado con su propia sangre.

Dos martirios grabados en la memoria de la Iglesia

Cuando uno se pasea por las catacumbas romanas como humilde peregrino, uno no puede evitar el estremecimiento al ver los nombres de los dos apóstoles gravados el uno al lado del otro en los grafittis de los pasadizos subterráneos.

Uno los ve a los dos juntos, llevando en sus manos los instrumentos de su martirio: Pedro, la cruz invertida, porque según la tradición se declaró indigno morir de manera idéntica a su Maestro; Pablo, la espada con la que fue decapitado, probablemente en un sitio conocido como “Tres Fuentes”.

Estas imágenes las vemos con frecuencia en los capiteles, vitrales, iconos y retablos.

Por esto no nos extrañe que también en el calendario litúrgico de la Iglesia los encontremos asociados en la misma fiesta.

Como dijo san Agustín: “Se celebra el mismo día la pasión de los dos apóstoles, pero los dos no hacen más que uno”.

Dos tipos distintos

Pero, ¿qué hay de común entre el humilde pescador de Galilea y el gran intelectual salido de la academia de Tarso y de la prestigiosa escuela de Gamaliel?

Pedro anduvo con Jesús de Nazareth por los caminos de Galilea, siguiéndolo con generosidad, tomando el liderazgo entre sus compañeros, sufriendo las consecuencias de la terquedad de su noble corazón.

Él acompañó al Maestro hasta el fin, o mejor, casi hasta el fin, cuando su debilidad lo llevó a negarlo; pero su fidelidad fue finalmente la del amor primero de Jesús, porque la mirada misericordiosa del Señor le llegó bien hondo y lo llamó de nuevo.

Pablo no caminó con el Jesús terreno, ni escuchó sus parábolas, ni compartió con él la cena. Más bien -a pesar de que escuchó hablar de él- lo que hizo fue combatir a los cristianos que propagaban su memoria y afirmaban su resurrección.

También él experimentó la misericordia del Resucitado, quien lo llamó en el camino de Damasco e hizo de él el intrépido apóstol que abrió tantos caminos al evangelio y formó muchas de las comunidades que todavía hoy siguen inspirando las nuestras.

Un camino de comunión

Pedro y Pablo, dos hombres bien diferentes en sus orígenes, formación y temperamento que, a pesar de sus resistencias, fueron ambos llamados y moldeados por las palabras y el Espíritu de Jesús.

Pero el mismo Señor hizo que sus ministerios fueran complementarios y los constituyó en pilares de la Iglesia naciente.

Hay que destacar que el entendimiento entre ellos no fue fácil. Ambos tuvieron que aprender los caminos de la “comunión”, núcleo del evangelio.

Por ejemplo, en Gálatas 2,9, Pablo cuenta con alegría como en la visita a Jerusalén Pedro, Santiago y Juan “nos tendieron la mano en señal de comunión”, pero también como luego tuvo que reprenderlo: “al ver que no procedía con rectitud, según la verdad del Evangelio, lo acusó de arrastrar a otros a “actuar la misma comedia” (2,11-14).

La complementariedad entre los dos apóstoles es necesaria.

En materia de “comunión”, la Iglesia no nació “sabida”, ella tuvo que aprender.

Es bonito ver eso: a pesar de contar con las “memoria” de la palabras y dichos de Jesús, entre los primeros cristianos nadie sabía de una vez por todas lo que había que hacer en todas las circunstancias de la vida.

Por eso, cuando tenían un problema, dialogaban entre ellos y, si era el caso, no tenían reparo en debatir algunos temas polémicos que iban surgiendo.

Lo importante era que:

(1) lo hacían con una fidelidad total al Señor, sin apartar la mirada de Jesús; y

(2) se dejaban orientar por los apóstoles.

Así, la Iglesia primitiva, fue un verdadero volcán de amor, abierta dócilmente a la guía del Espíritu Santo, pronta para el servicio de la Palabra.

Esta era la raíz de la comunión eclesial que fue animada por los apóstoles.

Hoy son motivo de fiesta

Dice una antigua antífona de la liturgia armena: “La Iglesia, hoy se regocija. Es la solemnidad de los Apóstoles que la adornaron con joyas sin precio, en la Gloria del Verbo hecho carne”.

La memoria de los apóstoles Pedro y Pablo no es de ninguna manera secundaria.

Cada uno de ellos, con su propio carisma, de Jerusalén a Roma, siguieron el camino de la Palabra, para que la Buena Noticia de Jesús muerto y resucitado pudiera ser escuchada por todos, y para que con su enseñanza la vida en Jesús resucitado tomara forma en los nuevos ambientes en los que penetraba el Evangelio.

Su ministerio amasó el pan de la Iglesia con la levadura del Evangelio.

Veinte siglos después de su muerte, nosotros seguimos en esa misma ruta, dejándonos impactar por el ímpetu de su testimonio e intentando aprender siempre de nuevo una vida de “comunión” en todos los niveles de la Iglesia.